martes, 18 de diciembre de 2007

El Niño Jesús y Papá Noel.




Se sentó en la escalinata de acceso, había salido a disfrutar un poco del fresco nocturno después de un día de agobiante calor, mientras su familia terminaba con los preparativos para la cena de Nochebuena . La paz y quietud de esa noche excepcional, el brillo de las estrellas y el aroma a jazmines que impregnaba el aire, contrastando con el bullicio del interior de la casa, desde dónde se filtraban las conversaciones de los mayores y las risas excitadas de los pequeños, le hicieron sonreír.

- Papá Noel se moriría de calor con su traje en Córdoba – pensó.

Cuando él era pequeño, Papá Noel no existía por estos lares, o por lo menos no se le conocía en las humildes casas de los pueblos serranos. En su casa paterna, un antiguo Pesebre de madera hecho por el abuelo carpintero, con una cunita mullida rellena de paja, reinaba en un costado de “el comedor”, el lugar dónde se comía en ocasiones especiales o cuando había “visitas”. A un costado del Pesebre, un modesto árbol iluminado por diminutas velas y adornado con angelitos de cartón, completaba la estampa navideña

Milagrosamente a las doce de la noche, mientras ellos se encontraban distraídos con sus juegos y las sencillas golosinas navideñas que habían preparado las mujeres de la familia, en el pesebre se instalaba un Niño Jesús de yeso y su madre les explicaba que había nacido el Señor, y con él habían llegado regalos para los niños buenos (él se preocupaba especialmente, en serlo los días anteriores a la Nochebuena)

Por arte de magia aparecían los regalos, con una tarjetita con el nombre de cada uno para que no hubiera discusiones. Un juego de cocina de chapa pintada para su hermana, un balero para él. A veces el Niño parecía adivinar las necesidades de vestimenta, porque su regalo podía ser desde calzoncillos hasta un pantalón corto, sospechosamente parecidos a los que confeccionaba mamá.

Sólo recordaba una ocasión en que los regalos fueron tan asombrosos que quedaron mudos de emoción. El Niño había sido más pródigo que nunca, una bicicleta de varón, con una tarjetita a su nombre y un triciclo para la niña. No importaba que fueran usados y refaccionados a nuevo, Jesús debía llevar regalos a todos los pequeños del mundo y él también era pobre, tan pobre que había nacido en un pesebre. Nunca olvidó cómo temblaban sus dedos mientras acariciaba los caños recién pintados; hasta mamá y papá lloraron de felicidad.

Un buen día Papá Noel había llegado, con su risa contagiosa y su figura bonachona y se había instalado en la mente y en las ilusiones de los más pequeños. Con la misma fuerza e ilusión que antes esperaban ver la estrella, ahora esperaban también ver el trineo surcando los cielos. Él lo había aceptado en su hogar, solía decirle a sus hijos que era un ayudante del Niño Jesús para que todos los pequeños recibieran su regalo a la hora justa.

Sacudió la cabeza sonriendo.

- Los tiempos cambian, pero las ilusiones de los niños permanecen intactas – pensó.

Aspiró una nueva bocanada del aire fresco y perfumado antes de ingresar a la casa, la familia ya estaba preparada para ir a Misa de Gallo; la mesa en el comedor relucía con su mejor vajilla aguardando la hora de la cena. Siempre se había preocupado porque en su hogar no se perdiera el verdadero espíritu Navideño, cuando a él le correspondió como padre y ahora, como abuelo.

El árbol se veía precioso con sus adornos modernos y sus luces multicolores, coronado con una estrella de larga cola, casi tan bello como el de sus recuerdos. A un costado, el Pesebre, humilde y encantador; el mismo que había admirado en su niñez. Sonrió satisfecho, las tradiciones podían mantenerse si uno se lo proponía, sería una buena noche, la ilusión reflejada en los ojos de sus nietos, así lo auguraba.

María Magdalena Gabetta

lunes, 3 de diciembre de 2007

Agradecimiento






Vaya mi agradecimiento y mi deseo de Felices Fiestas a mis admirados pintores que me han acompañado con su arte durante este año. ¡¡¡Gracias por ser tan generosos!!!. Magda



Vuelo cual mariposa encandilada por tu luz
acercándome para impregnarme de ella.
intentando captar ese instante
en que la inspiración se apodera de tu esencia.

Permite que mi alma
se alimente de ese caudaloso plectro
que brilla en tu interior y escapa con la firmeza del rayo,
extendiéndose mágico sobre el lienzo,
insuflándole vida.

Ansío sentir la fuerza
que enciende tu mirada,
la que se intensifica ante la belleza,
déjame que intente,
sólo intente,
captar la emoción que en ti despierta
la gota de rocío, la lluvia mansa
o la tormenta iracunda sobre el mar.

Quisiera conocer y atesorar
la magia de ese instante,
que gracias a tu arte se vuelve eterno
para así...
sustraer siquiera una hebra,
una chispa de tu inspiración
y transformarla en versos





La joven y el cántaro

Me llamo Dorotea, hace apenas un mes cumplí catorce años; mi madre dice que ya estoy en edad de tener marido. De sólo pensarlo me avergüenzo, aunque he observado a varios jóvenes que me miran codiciosos cuando voy a la fuente a buscar agua con mi cántaro.
Exactamente el día de mi cumpleaños fue que al regresar de la fuerte crucé a ese extraño hombre. Turbada noté que al mirarme su rostro empalidecía mientras sus ojos reflejaban asombro, como si hubiese visto un fantasma. Realmente me asustó mucho y caminé de regreso a mi hogar lo más rápido posible.Mis pies descalzos y gordezuelos volaban sobre las calles empedradas., el cántaro se sacudía sobre mi hombro y el agua salpicaba mi rostro y mi cuello. Aún así, lo llevaba asido muy fuerte, ante el temor que se cayera.
Hubiera sido un desastre, mi madre no me lo perdonaría, ella no podría comprar otro en el mercado.
De vez en cuando miraba sobre mi hombro y veía que el hombre caminaba tras mío, decidido y con largos pasos para no perder mi rastro. El peso del cántaro dificultaba mi huida, pero apenas traspuse el portal de piedras de mi hogar me sentí a salvo.Finas gotas de sudor surcaban mi rostro mientras mi corazón latía como el de una paloma asustada.
Me dirigí hacia la cocina buscando refugio cerca de mi madre.Ella se encontraba sentada en una vieja silla de paja, pelando unas papas para el frugal almuerzo que pronto compartiríamos. Apenas me prestó atención cuando ingresé y yo sentí temor de comentarle lo ocurrido. Es muy seria, siempre triste y pensativa. Desde que murió mi padre sus ojos están apagados, como si algo de ella hubiera muerto con él. A veces pienso que se mantiene viva por mis hermanitos y por mí.
Recuerdo que cuando mi padre vivía todo era distinto en nuestra casa. Las risas y la alegría superaban la falta de otras cosas, éramos felices con lo poco y lo principal de todo era que ellos se amaban y nos amaban. Mi padre solía elevarme en el aire cuando regresaba de su trabajo y llenaba mi rostro de besos diciéndome que yo era su princesita. En esa época mi hogar irradiaba una luz que ahora ha perdido..
Ahora mi madre siempre está preocupada y nunca ríe. Sé que es lo que la preocupa. Alimentar a sus cinco hijos, siendo yo la mayor, una mujer. No es precisamente una alegría eso para una viuda pobre. Nos alimenta como puede y trabaja muchas horas lavando y planchando para una Posada cercana.
A veces la ayudo blanqueando las sábanas, es un trabajo agotador; seguramente el motivo de sus espaldas tan arqueadas. Ella prefiere que me dedique a los quehaceres de la casa y a cuidar de mis hermanitos. ¡Pobre madre! ¡Cuanto necesitaría un hijo mayor varón que la ayudara trabajando en la fábrica dónde trabajaba papá! Andrés quizás pueda hacerlo en un par de años, el patrón nos lo ha prometido.
Mientras depositaba el cántaro sobre la mesa, escuché que alguien llamaba haciendo sonar sus manos repetidamente. Intuí que era ese hombre tan extraño. Temblé pensado en qué querría.
Mi madre salió a atender y desde la cocina escuché su voz alternándose con la voz exaltada y fuerte de un hombre. Con el alma en la boca – sin saber por qué – me senté en la silla que ella abandonara y continué su labor.
Al poco rato regresó a la cocina y para mi sorpresa vi que lucía una gran sonrisa y en sus ojos siempre atormentados, brillaba una luz que hacía mucho no veía. Acercándose a mí, tomó mis manos y me dijo:
· Gracias a ti hija mía, tus hermanos no pasarán hambre por largo tiempo.
A partir de ese día vamos todas las tardes a la casa de ese hombre. Ella se sienta en una cómoda silla en la amplia e iluminada habitación, que él gusta llamar “atelier”. Desde ese rincón observa todos nuestros movimientos, fue una de las condiciones que le impuso al pintor para permitir que yo posara desnuda con un cántaro sobre mis redondos hombros.
Él me mira con el mismo asombro del primer día, y siempre dice lo mismo:
· ¡Serás inmortal niña, serás inmortal!
Y yo presiento que así será, que mi imagen reflejada en su bello cuadro, me sobrevivirá quizás por muchos años y me siento orgullosa por ello, pero más orgullosa me siento de poder ayudar a la economía de mi hogar.


María Magdalena Gabetta