domingo, 5 de septiembre de 2010

Amores Prohibidos





Yo espero por ti de la misma manera
que tú vienes a mí,
desnudos de ropajes que nos gastó
la vida,
ofrenda impía en la hoguera sensual
que nos consume y nos execra.

Yo espero por ti con flores de ilusión
que me rodean,
con avecillas trémulas que aletean
cosquillando en el vórtice de mi boca,
con labios que se prohibieron el beso
y que hoy se ofrecen vehementes
a esta pasión que arrasa y enaltece
derrocando prejuicios y barreras.

Acaricio la tersura de tus manos,
me impregno de tu aroma varonil,
suspiro apretada entre tus brazos,
palpitando ante la promesa de la entrega..

Y te beso........ por fin....... te beso,
barriendo con todas las angustias,
deteniendo todos los relojes
que marcaron impiadosos la cruel espera,
renaciendo ante la urgente tersura
de tu boca.

Por fin .......mi boca se fusiona con tu boca,
Por fin ...... absorbo tu respiración
Por fin .......intercambiamos alientos
Por fin........nos suspiramos y aspiramos,
Húmedos de pasión,
bebiéndonos, traspasándonos.

Nos acunamos mecidos en la mágica fruición
del beso prohibido culebreándonos el alma,
y por fin..............
unidos en el anatema del pecado,
derribamos las rejas que nos aprisionaban,
amándonos sin temores ni prejuicios..

María Magdalena Gabetta


Pintura: "Unidad" del pintor ecuatoriano, Eduardo Kingman

Socorro Sánchez




A veces cuesta comenzar de nuevo, mejor dicho, siempre cuesta comenzar de nuevo. Es difícil dejar de lado partes de nuestra vida, borrar todo de un plumazo y comenzar un nuevo capítulo.

Para Socorro Sánchez todo había sido comenzar de nuevo, desde que tenía uso de razón siempre tuvo que tener a mano una goma para borrar decepciones y una lapicera para volver a escribir esperanzas.

Por lo que le contaron las monjitas de la “caridad”, supo que su madre biológica la había abandonado en el portal de la Iglesia de Los Dominicos, nada original por cierto; en la época en que ella nació, época tumultuosa de conflictos políticos, de tiranías y luchas internas por imponer la voz del autoritarismo a la voz del pueblo, muchas madres guerrilleras habían abandonado sus hijos en ese portal dónde pensarían quizás, que estarían más amparados que si vivieran con ellas en el monte o en la clandestinidad.

De su niñez no recordaba mucho, sólo que había aprendido a decir mamá y papá a diferentes personas y luego olvidar que había aprendido a decirlo, eso ocurrió en varias oportunidades; cada vez que cambiaba de hogar. Lo que nunca entendió fue el porqué de tantos cambios. Ella no hacía nada diferente a lo que hacían los demás niños, sin embargo todo lo que hacía les parecía mal a sus mamás y papás de turno y sin decir agua va, la devolvían al hospicio diciendo que era una criatura peligrosa y que seguramente llevaba en la sangre las ideas revolucionarias de sus padres.

Cuando tuvo la suficiente edad para darse cuenta que ella no era igual a los demás, que debería esforzarse en demostrar ser mucho mejor hija, mejor nieta, mejor sobrina; además de ser más callada, más humilde, más obediente y agradecida que cualquiera de las hijas de las amigas de su “madre”; ese día adquirió finalmente el derecho a tener un lugar en el mundo, es decir, adquirió un “hogar y un apellido”. Allí comenzó a llamarse Socorro Sánchez.

La primera vez que su “padre” abusó de ella, supo que tenía que callar para no perder lo que había conseguido. Cuando el hermano de su padre y sus amigos hicieron lo mismo burlándose de ella, llamándola “la pequeña puta revolucionaria”, supo que era necesario huir y empezar de nuevo. Con apenas 16 años sentía que tenía edad suficiente para poder defenderse sola, si bien tuvo que soportar muchas situaciones abusivas en su búsqueda de trabajo, situaciones que había borrado definitivamente de su mente por el asco y el temor que esos recuerdos le provocaban, logró conseguir un puesto de mucama cama adentro en la casa de una señora de la “sociedad”, que al verla joven y necesitada, pensó sacar provecho de la situación, pagándole lo mínimo y no dudó en contratarla sin referencias.

Allí trabajó un par de años hasta que la señora que la “quería como a una hija”, la puso de patitas en la calle cuando encontró a su hijo adolescente masturbándose mientras la espiaba por la claraboya del baño. Sin decir una palabra en su defensa, Socorro armó sus petates y nuevamente salió a buscar vida.

Por intermedio de una mucama con la cual había hecho amistad por trabajar en casas linderas, consiguió trabajo como empleada de limpieza de unas oficinas en el centro de la ciudad; el sueldo le alcanzaba apenas para pagar una pieza en una pensión dónde escaseaba la limpieza y abundaban las ratas y alimentarse malamente, pero ella se sentía feliz de tener un trabajo decente.

El dueño de las oficinas, un contador entrado en años pero de buena presencia, que la trataba con mucha amabilidad y deferencia, una mañana la sorprendió pidiéndole compartir una relación, a cambio le ofreció un sobresueldo bastante importante y mudarse a un pequeño departamento que tenía cercano a las oficinas dónde la joven podría vivir mientras fueran “amigos”. Socorro sopesó la situación y decidió aceptar pensando que ella no merecía nada mejor y que ese hombre, al menos era sincero y amable con ella.

Ella continuó con sus tareas habituales, no cambió su estilo de vida ni su carácter y previendo que lo bueno dura poco, ahorró con mucho tino, porque en un par de años el anciano falleció y el hijo mayor que ya se había anoticiado de sus amoríos, la echó sin miramientos.

Decidida a darle un cambio radical a su vida, con parte del dinero ahorrado alquiló una modesta casita en los suburbios e instaló un pequeño taller de costura, agradeciendo que su última “madre” le hubiese enseñado a coser cuando terminó sus estudios primarios, ya que la mujer pensaba que no valía la pena gastar dinero para brindarle una educación más calificada; además, siendo supuesta hija de guerrilleros, no era imposible que si se educaba, la lectura de libros despertase en ella los mismos ideales equivocados que habían tenido sus padres.

Remiendos, ruedos, alguna que otra pollera, ojales, arreglar una blusita, achicar un pantalón, pegar unas puntillas y hasta la confección de un sencillo traje de novia, eran sus especialidades y, en un barrio humilde dónde es difícil comprar ropa nueva, una modista siempre tiene trabajo. Pronto corrió la voz de la excelencia de su labor, su buen carácter, su buen gusto y don de gentes, lo que hizo que en poco tiempo tuviese una buena clientela que le permitía vivir sin sobresaltos.

En su paso obligatorio al almacén del barrio se encontraba un taller mecánico propiedad de un descendiente de polacos, un grandulón con rostro bondadoso y mirada de niño. El “Polaco” como lo apodaban, quedó prendado apenas vio a Socorro. No pasó mucho tiempo que venciendo su natural timidez comenzó a piropearla en su idioma paterno; la muchacha le agradecía con una sonrisa sin entender ni una palabra de lo que decía, pero suponiendo que eran cosas lindas y así, en poco tiempo, entre piropos de un lado y sonrisas del otro, el Polaco tomó coraje y se le declaró.

La madre del Polaco, doña Rosario, viuda desde hacía muchos años y con un único hijo que hasta ese momento había creído se convertiría en solterón y no le daría la dicha de convertirla en abuela; rápidamente se encariñó con esa joven morena, callada y trabajadora. Ella siempre había querido tener una hija y ahora la vida le daba esa oportunidad. Fue una época muy buena para los tres.

Socorro por primera vez se sentía contenida, tenía un hombre que la quería y respetaba. No podía pedir más a la vida, por fin había llegado a buen puerto.

Cuando el Polaco le confesó que la deseaba en demasía para esperar hasta el día del casamiento, a ella le pareció bien y se entregó a él con toda la pasión y confianza que el hombre le inspiraba, pensando que por primera vez en su vida se merecía estar con alguien que amaba y que la amaba.

Entre planes y preparativos para la boda, Socorro comenzó a sentir la necesidad de confiar a su enamorado todas las vicisitudes por las cuales había atravesado. Pero, a decir verdad, no se sentía con mucho coraje para abordar un tema por el cual él nunca se había preocupado.

Una única vez, al principio de la relación, le había preguntado por su familia y ella le contestó que era sola en el mundo. Muy bien, respondió él dando por terminado el tema y jamás volvió a preguntar nada.

Pasaban los días, la fecha de la boda se acercaba y Socorro comenzó a sentir temor a que una vez más algo le hiciera borrar un tramo de su vida y tener que comenzar nuevamente. Una mañana decidió confiarse primero con su futura suegra y amiga.

Con decisión caminó las pocas cuadras que la separaban de la casa de su novio, que a esa hora ya se encontraba en el taller, y se apersonó ante doña Rosario con el pretexto de charlar y tomar unos mates. La mujer, feliz de recibirla, pronto preparó el mate y los bizcochos.

Socorro con la tranquilidad y la paz que tienen las personas valientes y sinceras, comenzó a contarle cada paso de su historia, desde el momento en que (según le habían dicho) la habían abandonado en el portal de la Iglesia de Los Dominicos, hasta el momento en que había decidido vivir como modista de barrio, no excluyó nada, ni su origen dudoso, ni sus diferentes familias, ni los abusos recibidos, ni siquiera omitió al anciano del que fue amante; puso toda su vida frente a doña Rosario y con cada palabra sentía que se iba liberando.

A medida que avanzaba en la historia veía que la mujer se ponía más y más pálida y hubo momentos en que creyó que al finalizar su relato, la buena señora le diría que desapareciera de sus vidas. Pero aún así continuó hablando, tampoco le ocultó algo que hasta ese momento se había ocultado a sí misma, como entre sueños se encontró revelándole el intenso y doloroso deseo de buscar a su madre, de encontrar su verdad y de disfrutar con ella si es que estaba viva. Ella la entendía, su madre, a su manera, la había salvado.

Cuando al fin terminó de hablar, doña Rosario la abrazó muy fuerte y con voz emocionada le pidió perdón. Socorro no podía creer lo que escuchaba, ¿porqué esa mujer le pedía perdón? atontada y con la vista nublada por las lágrimas volvió a escuchar a doña Rosario repitiendo, perdón, perdón por todo el daño que te han hecho y también gracias, por haber sobrevivido a ello y haber puesto tu mejor empeño en lograr una vida mejor, sin perder esos valores que sin percibirlos vos misma, son parte de tu verdadera esencia. Y gracias también a esa madre que te dio la vida y que ahora te prometo en nombre mío y de mi hijo te ayudaremos a encontrar, para que puedas abrazarla como me abrazas a mí hoy o rezar una plegaria sobre su tumba.

Mientras las dos mujeres volvían a abrazarse con emoción Socorro tuvo la seguridad de que ya nunca más tendría que borrar una etapa de su vida para comenzar de nuevo.


María Magdalena Gabetta

Pintura: "La Costurera" del pintor mexicano, Agustín Lazo

Dos Hermanos




Quien siembra vientos cosecha tempestades, pensaba mientras caminaba hacia la pequeña casita enclavada en medio de La Pampa. Raúl me esperaba en ella, hacía dos años que no nos veíamos.

A pesar que un abandonado camino de tierra llevaba desde la ruta hasta la casa, preferí dejar el auto a un costado de la tranquera, a la sombra de unos árboles y hacer el trayecto a pie. No era mucha la distancia y la caminata me distendería de las largas horas de tensión por haber manejado desde la capital hasta ese lugar.

- ¿Porqué allí? No puedo creer que hayas estado todo este tiempo metido en ese agujero – esa había sido mi respuesta a su llamada del día anterior, cuando sorprendido escuché su voz después de tanto tiempo.

- Vení, necesito que hablemos.

Yo también necesitaba hablar con él. Fui. El último pueblo lo había dejado atrás hacía más de veinte kilómetros. Deduje que Raúl había hecho ese trayecto caminando para llegar hasta un teléfono público y comunicarse.

"Allí" era el lugar dónde había nacido el abuelo y dónde transcurrieron sus primeros años de vida, hasta que su padre, un hombre joven y ambicioso, harto de la miseria en la que sobrevivían en ese lejano paraje, tomó la decisión de subir su familia en un destartalado carro y encaminarse a buscar fortuna a la ciudad.

Mal no le fue, tras años de pelearla de todas las formas posibles, el bisabuelo hizo plata y nunca regresó, el abuelo tampoco, ni nadie de la familia. Éramos ricos, muy ricos y los ricos no gustan de recordar miserias.

El abuelo siempre hablaba con orgullo de su padre, un hombre con una especial inteligencia para los negocios. Nosotros, a medida que fuimos creciendo y cuando ya no estaba el abuelo para contarnos cuentos de hadas sobre su padre, supimos que el bisabuelo había sido un tramposo.

Había hecho su fortuna estafando a gente pobre como él, apoderándose de lo que tenían y por lo que supimos, hasta había sido capaz de matar. En síntesis, éramos ricos, pero la plata de la que disfrutábamos había tenido su origen en la mugre. Mucho no nos importó, es decir, a mí no me importó. Los negocios eran ahora lo más honestos posible, aunque conservaban un fondo de sordidez, algo que Raúl nunca terminó de aceptar.

Él era el sanguíneo, el temperamental y también el más débil. Yo siempre fui el más callado, el cerebral, pero el más fuerte. Nunca acepté debilidades de nadie, ni nada que obstruyera mi camino, ni acepté no tener lo que se me negaba, en eso seguramente me parecía al bisabuelo.
Un día, Raúl entró inesperadamente a mi oficina en el décimo piso de nuestra empresa. Yo estaba ahogado bajo pilas de papeles con infinitos problemas por resolver y cuando vi su sonrisa radiante y su gesto de entusiasmo, me asombré; por dos razones, primero, porque nunca entraba a mi oficina y segundo, porque hacía mucho que no le veía tan contento.

- ¿Sabías de la casa en La Pampa? – me espetó con su mejor sonrisa.

Traté de ordenar mis ideas para darle una respuesta, no recordaba que hubiéramos comprado nada en La Pampa.

- La casa de los abuelos – continuó contestándose a sí mismo - encontré las escrituras buscando unos papeles en la caja fuerte de papá. Este fin de semana fui a verla - remató, ampliando su sonrisa.

- Debe ser una pocilga – contesté con poco interés.

- ¡Es una pocilga! – confirmó - pero es un lugar fantástico, de mucha paz ¡me gustó!

Había pasado mucho tiempo desde ese día, nunca más volvimos a hablar de la casa, me olvidé por completo que existía, hasta ayer.

Ahora un Raúl demacrado y mal vestido me esperaba en la puerta. Dolía verlo así, hecho una piltrafa; traté de sonreír. Nos abrazamos en el reencuentro. La emoción cerró mi garganta, era mi hermano.

- Quedémonos aquí afuera, está más fresco.

Nos sentamos en un tronco que a modo de banco se apoyaba contra la pared; unos bichos repugnantes se deslizaban entre los resquicios del sucio adobe, traté de ignorarlos. Interiormente agradecí que no me invitara a pasar.

Le ofrecí un cigarrillo que aceptó ávido. Debía hacer mucho tiempo que no fumaba, o por lo menos que no fumaba algo bueno. Saqué mi encendedor encendiéndolo, casi al unísono acercamos nuestros cigarrillos a la llama, una costumbre que habíamos tenido desde pibes, cuando usábamos fósforos, usar la misma llama.

Se recostó contra la pared entornando los ojos mientras disfrutaba del ingreso del tabaco de primera marca a sus pulmones.

Nos mantuvimos en silencio, ninguno se atrevía a decir la primera palabra.

- Fuiste vos ¿verdad? – la aseveración seguida de pregunta me tomó desprevenido. Debí haberlo supuesto, él no era estúpido, dos años, para repasar una y otra vez los hechos, unir cabos sueltos, recordar gestos, hasta llegar a la conclusión justa.

- Sí, fui yo – contesté luego de un silencio, no valía la pena que lo negara.

Había sido fácil inculparlo del asesinato de Martha, él siempre había sido la oveja negra de la familia, descarriado, borracho, mujeriego, jugador empedernido. Que violara y matara a su esposa en un altercado familiar, no había sorprendido a nadie. Todos sabían que se llevaban mal. Todos ignoraban que yo estaba obsesionado con ella. La deseaba y la odiaba por no ser mía.

Una noche Raúl llegó borracho, discutieron, él le pegó una cachetada, ella lo echó del dormitorio, él se durmió sobre el sofá, anestesiado de alcohol. No escuchó los gritos.

Nadie creyó en su inocencia, ni nuestros padres; todo lo inculpaba. Inútil fue que gritara que la amaba a pesar de su vida disipada y sus estúpidas discusiones. Desapareció mientras su abogado intentaba que no lo llevaran preso y nunca más supimos de él. Hasta ayer.

Su mirada era apagada, sin vida. No lo sorprendió mi respuesta, ya la sabía de antemano, como también sabía que había ido a matarlo, después de todo, ya estaba muerto hacía rato.


María Magdalena Gabetta


Pintura: "El Taruman" del pintor uruguayo Guzmán García Lenguas