jueves, 19 de abril de 2012

El Tesoro de la Deolinda









- La Deolinda tiene un tesoro, y lo tiene en el rancho.

Al “Rata” le gustaba hablar haciéndose el misterioso, con su mirada torva nos observó para ver el efecto de sus palabras y se tomó su tiempo para crear más expectativa entre el grupito que lo escuchaba atento.

- Vamos a robarlo – sentenció.
- Pará, pará – el que hablaba ahora era el “Gitano” – ni loco voy a la cueva de esa bruja. Dicen cosas terroríficas de ella. Acordate hace unos años nomás, cuando encontraron muerto al cura Sarmiento, le faltaban los ojos y todos decían que unos días antes había discutido con la vieja en un remate por la compra de un cale…cale… cale.
- Caleidoscopio, ¡infelíz! – lo corto el “Rata”.
- Eso, lo que sea. El cura parece que coleccionaba esas basuras y la vieja también. Se lo llevó él esa vez, pero a los pocos días pasó, lo que pasó.
- ¡Pero no podés ser tan idiota! ¿vos viste lo que es esa mujer? tiene más de 90 años. El cura era un hombrón, un tipo duro. Seguro que lo mató algún marido despechado y le endilgaron el muerto a esa desgraciada. El sinvergüenza aprovechaba el confesionario para enterarse de cual mujer podía ser presa fácil. Era cura, pero atorrante.
- Tenés razón, pero igual, la Deolinda me impresiona – rezongó el “Gitano”, sólo por rezongar.

El resto no dijimos ni esta boca es mía, siempre el “Rata” nos convencía, sobre todo cuando los bolsillos no tenían ni una moneda y en el rancho los críos tenían hambre. Una cosa siempre iba en aumento o disminución en íntima relación con la otra. Además, se veía fácil, una vieja sola que apenas caminaba y un botín que podía ser jugoso si lo que decían era verdad.

Así que esa noche enfilamos los cuatro para el rancho de la Deolinda, por las ventanas sin cortinas pudimos ver que dormía en el catre a pata tendida; no tenía ni un perro, ni siquiera tenía la puerta con tranca. La vieja sí parecía tener oído fino, se despertó apenas entramos y comenzó a chillar, pero el “Paco” la encegueció con la linterna para que no nos reconociera y después le cubrió la cabeza con una almohada para ahogar sus gritos. Eso sí, suavecito, no queríamos matarla.

Tomándonos todo el tiempo, revisamos meticulosamente cada rincón para …. nada; ni un triste peso.

Cuando ya nos íbamos, el “Rata” tuvo una idea y con un cortafierros comenzó a levantar el piso de madera y allí ¡al fin! apareció el tan mentado “tesoro”; un tubo que parecía de oro, pero que apenas sopesó comprobó que esa porquería era sólo cartón pintado y con furia lo tiró al medio del patio.

Para colmo el “Paco” dio la voz de alarma, la vieja se había muerto del susto o asfixiada; no nos quedamos a averiguarlo.

En medio de la huida, me agaché y tomé el tubito, aunque fuera para que los mellizos jugaran con un “chiche” nuevo. Los pobres no desperdiciamos nada, quizás jugando se olvidaran del hambre.

Huimos como liebres hasta el bar del “Chino”, pegamos un respiro y entramos haciéndonos los otarios, para que nos viera la gilada y así tener una coartada si la cosa se ponía fiera. Nos acomodamos en el mostrador para tomar unos vinos y ahogar la rabia; de pronto me asaltó la curiosidad y me acerqué al farol para mirar dentro del tubo ¡carajo! ¡para qué lo habré hecho! horrorizado pegué un alarido; dentro de esa porquería y desde infinitos ángulos, los ojos del cura me miraban inyectados en sangre.



María Magdalena Gabetta



Pintura de la cual no tengo el nombre pero es del pintor argentino Florencio Molina Campos



sábado, 14 de abril de 2012

Ajena








¿Qué personaje siniestro desplegó
esta multitud absurda
que me hiere cual carnaval inoportuno,
mientras me consumo,
en este claustro involuntario
en el que la soledad me aprisiona?

Me siento ajena al mundo,
apoyada contra el marco de la ventana,
mirando un horizonte
de techos y chimeneas sucias,
con brazos de antenas oxidadas
en esta ciudad gris y malsana
dónde el cielo se esconde
tras los negros nubarrones
de la indiferencia.

Equilibristas de lo absurdo circulan
en una atmósfera circense,
que despliega sus fauces mofándose de mi
destierro,
matizando con una pátina burlesca
la oscura postal de ausencias que me corteja,
embaucándome con sus delicias de burdel,
incitándome a integrar la locura callejera.

Pero mis miedos me oprimen
negándome la posibilidad
de descender hasta los adoradores
de lo ridículo,
apartándome de esa locura colectiva,
convertida en prisionera
de esta voraz soledad
que me aísla y me atormenta,
tras los vidrios del ventanal.


María Magdalena Gabetta




Pintura: "Mirada Ausente" de la pintora argentina, Mercedes Fariña.




http://youtu.be/icRGRptxeJ0






viernes, 13 de abril de 2012

La Jauría























El hombre era un enigma, un tipo alto y callado. Nadie sabía su origen, apareció una noche, medio muerto, con el cuerpo tajado hasta lo indecible y delirando como un loco. Santiago, el Jefe, en un gesto extraño para sus compinches, les ordenó que intentaran salvarlo. Algo le decía que ese hombre les sería útil.

Lo curaron con hierbas mezcladas con barro y saliva que colocaron sobre sus heridas, apretándolas con sucios vendajes. Cuando la fiebre pasó y las heridas cerraron, le dijeron que debía quedarse con ellos o tendrían que matarlo porque ahora conocía el cubil dónde la jauría se refugiaba. Se quedó.

Nadie se interesó en saber el porqué había aparecido en esas condiciones. No les interesaba, eran hombres rudos, acostumbrados a matar y morir sin cuestionamientos.

- No soy ladrón ni asesino - aclaró. Algo harás, le contestaron y se convirtió en el ecónomo del grupo.

Jamás intervenía en los asaltos. Llegaba después que todo había terminado y hacía su trabajo sin mirar a su alrededor, como tratando de no involucrarse en lo que pudiese haber ocurrido; el resto de los hombres lo esperaba para entregarle el fruto del saqueo y él, bajo la atenta mirada de Santiago, se encargaba de separar lo que correspondía a cada uno, dejando lo necesario para el sostén de la banda. Para sí no apartaba nada, se conformaba con la comida y una manta mugrienta para taparse en las noches frías.

Ese día la masacre había acabado cuando Nicanor llegó.

Pedro, un joven moreno de rostro embrutecido, fue el encargado de avisarle que habían terminado una “faena” y guiarlo al sitio atacado.

Galoparon durante dos horas cruzando sierras, hasta llegar a un pequeño monte de espinillos. Descabalgaron y se internaron en él, al poco rato avistaron la casa, casi pegada a un río cristalino que corría ignorante de la tragedia que se había desarrollado a su vera.

Esta vez la banda se había extralimitado, habían asesinado una familia completa y saqueado la pequeña finca, destruyendo todo a su paso. Era una casa pobre, pero eso no los había detenido, por el contrario, parecía que los había enardecido aún más. Las mujeres fueron violadas antes de matarlas y después también.

En el exterior yacía el cadáver de un anciano, con una escopeta a su costado, demostrando sin lugar a dudas, su intención de proteger la vivienda y sus moradores del atropello de los vándalos. A su alrededor, dos o tres perros muertos a tiros y cuchilladas, como su dueño.

Ahora los maleantes estaban tumbados, a la sombra de una enredadera que semejaba un tupido toldo a un costado de la casa; apoyadas sus espaldas contra los muros blanqueados a cal, descansando de su orgía de sangre y bebiendo vino agrio de sus odres de cuero, mientras bromeaban entre ellos.

El hombre alto y callado miró el horroroso cuadro y por primera vez sintió que se involucraba en un hecho así, sintió el deseo de limpiar todo rastro de la masacre.

- Dónde ponemos los cuerpos Santiago?
- Tiralos a los chanchos, los van a hacer desaparecer enseguida – contestó el Jefe, riendo de su propia idea, mientras enjugaba con la mano una gota de vino que caía por su barbilla.

Nicanor, sin responder, buscó la ayuda de Pedro y entre ambos empezaron a tirar los cadáveres al chiquero, los animales se abalanzaron. Sintió que una nube roja se posaba en sus ojos y se estremeció al comprender que la nube era sólo el reflejo de la sangre que saltaba ante cada mordisco.

La muchacha tirada sobre un sucio jergón no tendría más de quince años, la visión de la infantil figura desnuda y maltratada le revolvió las tripas. Supo por Pedro que cuando los vio irrumpir en la habitación, clavó un cuchillo directo en su corazón y cayó muerta. No hubo dudas en su gesto, sabía qué le esperaba. La fama de Santiago lo precedía. Su nombre significaba muerte y horror. Ella, al menos, se había ahorrado el horror.

Le hizo señas a Pedro y cargando a la infortunada joven, se encaminaron hacia el río; era una pena arrojar esa belleza al chiquero.

Los dos hombres soltaron el cuerpo sobre las aguas con una delicadeza que hubiese parecido absurda a cualquier espectador de lo que allí había ocurrido.

Parecía una princesa dormida; la corriente la atrapó y arrastró alejándola velozmente del horror, mientras los sauces se inclinaban a su paso.

Nicanor masculló algo entre dientes. Pedro se persignó, era muy joven, aún no estaba totalmente podrido como el resto. Eso no impidió que lo degollara de un sólo tajo.

Miró hacia el rancho y escuchó la risa de los hombres. Emprendió el camino de regreso mientras limpiaba la sangre del cuchillo, frotándolo contra el pantalón. Ese día la jauría sería exterminada, lo acababa de jurar a su hermana Ofelia.

Al pasar frente al chiquero escuchó el gruñido de los chanchos.

María Magdalena Gabetta






Pintura: "Buitres" del pintor colombiano Edilberto Calderón