“El Conventillo” había conocido épocas mejores, fue cuando el Señor Iturbe aún no había perdido toda su fortuna y mantenía intacta la vieja casona con sus muchas habitaciones que daban a un patio central. Él era, por ese entonces y, según contaban los antiguos moradores del barrio, un “niño bien” que nunca trabajó en su vida y siempre vivió como el mejor.
Pero el juego, las mujeres y la buena vida lo habían obligado a ir vendiendo una tras otra todas sus pertenencias hasta terminar por completo con la herencia de sus padres, salvando a duras penas la propiedad de la calle Caseros, la casa de sus ancestros, de la que vendió hasta los sanitarios.
La casa quedó casi totalmente desmantelada, con sus habitaciones vacías frente a la galería que la recorría en forma circular y el inmenso patio dónde un aljibe colonial preservaba su antigua belleza.
Cuando ya no hubo qué vender llegaron los inquilinos, humildes familias que se fueron ubicando en cada habitación por un módico precio, una pieza por familia sin importar la cantidad de miembros que la constituían. Obreros, una modista, un maestro desocupado que trabajaba de albañil, una mujer de la noche, semi-ocupados que vivían de la changa del día y un enjambre de niños
- Parecen conejos – solía decir el Señor Iturbe, quien ya a esta altura de los acontecimientos era un hombre enfermo, solo y amargado que se había guardado para sí la mejor habitación de lo que fuera la finca orgullo de su familia.
En ese inquilinato coexistían inmigrantes en su mayoría españoles e italianos en busca de un mundo mejor, lejos de sus países castigados por diferentes guerras y audaces soñadores que habían arribado desde el interior del país, deslumbrados por la pujanza que parecía emanar de la gran ciudad. Todos habían terminado con sus huesos en el inquilinato. Gente pobre, gente sufrida y sobre todo, gente honesta.
En el barrio los conocían como “los del conventillo” y al Señor Iturbe lo respetaban porque era “el dueño”. Eran un mundo dentro de otro mundo no mucho mejor que el de ellos. Pagaban con orgullo su alquiler y a veces eso les costaba pasar hambre, pero tenían un techo que los cobijaba y nunca faltaba una mano solidaria que alcanzara un pan recién horneado en una cocina vecina o una olla de un caldo dónde apenas asomaba un hueso, que para las panzas vacías era un bálsamo que aliviaba el hambre.
En el conventillo se armaban y desarmaban historias, se festejaba y se lloraba en comunidad, se compartía lo bueno y lo malo como si se tratara de una sola familia. Las madres que no trabajaban cuidaban los hijos de las que sí lo hacían y el maestro les enseñaba a sumar, leer y escribir cuando dejaba la pala de albañil después de su extensa jornada, mientras la modista en su tiempo libre remendaba la ropa de los vecinos con recortes que quedaban de sus primorosos trabajos para las señoras del vecindario. Estaban unidos por los lazos que se forjan en la miseria y el afán por sobrevivir. Bondadosos y serviciales, no escatimaban su solidaridad extendiéndola hasta con el amargado del “dueño” a quien cuidaron como a uno más de ellos cuando enfermó gravemente.
Cuando el señor Iturbe murió, los abogados intimaron el desalojo para cobrarse con la venta de la propiedad, parte de las deudas que aún subsistían al occiso y, una tras otra, las familias con esa resignación que tenían los pobres de antaño, armaron sus petates sin revuelos al ser obligadas a buscar otro lugar, otro inquilinato dónde cobijar a los suyos.
Nunca olvidaré las lágrimas de mi madre cuando se despidió de tanta gente querida con la que había compartido tantos años y, en los ojos de mi padre, el maestro, aún me parece ver brillar la emoción que provocaba la partida de ése lugar en la calle Caseros que fue el primer hogar que conocí en mi vida y que me enseñó que el ser pobre no es tan malo cuando se es íntegro.
María Magdalena Gabetta
Cuento publicado en la revista "Darse Vuelta - Nº 14" declarada de interés municipal en la ciudad de Puerto Madryn - Chubut - Argentina
Pintura: "La Boca" de mi primo, el músico y pintor argentino radicado en España. Gustavo Gabetta
Pero el juego, las mujeres y la buena vida lo habían obligado a ir vendiendo una tras otra todas sus pertenencias hasta terminar por completo con la herencia de sus padres, salvando a duras penas la propiedad de la calle Caseros, la casa de sus ancestros, de la que vendió hasta los sanitarios.
La casa quedó casi totalmente desmantelada, con sus habitaciones vacías frente a la galería que la recorría en forma circular y el inmenso patio dónde un aljibe colonial preservaba su antigua belleza.
Cuando ya no hubo qué vender llegaron los inquilinos, humildes familias que se fueron ubicando en cada habitación por un módico precio, una pieza por familia sin importar la cantidad de miembros que la constituían. Obreros, una modista, un maestro desocupado que trabajaba de albañil, una mujer de la noche, semi-ocupados que vivían de la changa del día y un enjambre de niños
- Parecen conejos – solía decir el Señor Iturbe, quien ya a esta altura de los acontecimientos era un hombre enfermo, solo y amargado que se había guardado para sí la mejor habitación de lo que fuera la finca orgullo de su familia.
En ese inquilinato coexistían inmigrantes en su mayoría españoles e italianos en busca de un mundo mejor, lejos de sus países castigados por diferentes guerras y audaces soñadores que habían arribado desde el interior del país, deslumbrados por la pujanza que parecía emanar de la gran ciudad. Todos habían terminado con sus huesos en el inquilinato. Gente pobre, gente sufrida y sobre todo, gente honesta.
En el barrio los conocían como “los del conventillo” y al Señor Iturbe lo respetaban porque era “el dueño”. Eran un mundo dentro de otro mundo no mucho mejor que el de ellos. Pagaban con orgullo su alquiler y a veces eso les costaba pasar hambre, pero tenían un techo que los cobijaba y nunca faltaba una mano solidaria que alcanzara un pan recién horneado en una cocina vecina o una olla de un caldo dónde apenas asomaba un hueso, que para las panzas vacías era un bálsamo que aliviaba el hambre.
En el conventillo se armaban y desarmaban historias, se festejaba y se lloraba en comunidad, se compartía lo bueno y lo malo como si se tratara de una sola familia. Las madres que no trabajaban cuidaban los hijos de las que sí lo hacían y el maestro les enseñaba a sumar, leer y escribir cuando dejaba la pala de albañil después de su extensa jornada, mientras la modista en su tiempo libre remendaba la ropa de los vecinos con recortes que quedaban de sus primorosos trabajos para las señoras del vecindario. Estaban unidos por los lazos que se forjan en la miseria y el afán por sobrevivir. Bondadosos y serviciales, no escatimaban su solidaridad extendiéndola hasta con el amargado del “dueño” a quien cuidaron como a uno más de ellos cuando enfermó gravemente.
Cuando el señor Iturbe murió, los abogados intimaron el desalojo para cobrarse con la venta de la propiedad, parte de las deudas que aún subsistían al occiso y, una tras otra, las familias con esa resignación que tenían los pobres de antaño, armaron sus petates sin revuelos al ser obligadas a buscar otro lugar, otro inquilinato dónde cobijar a los suyos.
Nunca olvidaré las lágrimas de mi madre cuando se despidió de tanta gente querida con la que había compartido tantos años y, en los ojos de mi padre, el maestro, aún me parece ver brillar la emoción que provocaba la partida de ése lugar en la calle Caseros que fue el primer hogar que conocí en mi vida y que me enseñó que el ser pobre no es tan malo cuando se es íntegro.
María Magdalena Gabetta
Cuento publicado en la revista "Darse Vuelta - Nº 14" declarada de interés municipal en la ciudad de Puerto Madryn - Chubut - Argentina
Pintura: "La Boca" de mi primo, el músico y pintor argentino radicado en España. Gustavo Gabetta
2 comentarios:
Saluditos poeta!!
Me he quedado maravillada leyendo "El conventillo" Sin duda una historia subyugante y muy actual de muchas de esas viviendas, aquí y allá...tuve le placer de conocer "La boca" hace algunos años, un barrio muy pintoresco y pobre. Mundialmente conocido, por famosos tangos.
besitosssssss
soni
Lo que es un buen puesto. Me encanta la lectura de estos tipos o artículos. Puedo? Esperar a ver lo que otros tienen que decir.
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