domingo, 5 de septiembre de 2010

Dos Hermanos




Quien siembra vientos cosecha tempestades, pensaba mientras caminaba hacia la pequeña casita enclavada en medio de La Pampa. Raúl me esperaba en ella, hacía dos años que no nos veíamos.

A pesar que un abandonado camino de tierra llevaba desde la ruta hasta la casa, preferí dejar el auto a un costado de la tranquera, a la sombra de unos árboles y hacer el trayecto a pie. No era mucha la distancia y la caminata me distendería de las largas horas de tensión por haber manejado desde la capital hasta ese lugar.

- ¿Porqué allí? No puedo creer que hayas estado todo este tiempo metido en ese agujero – esa había sido mi respuesta a su llamada del día anterior, cuando sorprendido escuché su voz después de tanto tiempo.

- Vení, necesito que hablemos.

Yo también necesitaba hablar con él. Fui. El último pueblo lo había dejado atrás hacía más de veinte kilómetros. Deduje que Raúl había hecho ese trayecto caminando para llegar hasta un teléfono público y comunicarse.

"Allí" era el lugar dónde había nacido el abuelo y dónde transcurrieron sus primeros años de vida, hasta que su padre, un hombre joven y ambicioso, harto de la miseria en la que sobrevivían en ese lejano paraje, tomó la decisión de subir su familia en un destartalado carro y encaminarse a buscar fortuna a la ciudad.

Mal no le fue, tras años de pelearla de todas las formas posibles, el bisabuelo hizo plata y nunca regresó, el abuelo tampoco, ni nadie de la familia. Éramos ricos, muy ricos y los ricos no gustan de recordar miserias.

El abuelo siempre hablaba con orgullo de su padre, un hombre con una especial inteligencia para los negocios. Nosotros, a medida que fuimos creciendo y cuando ya no estaba el abuelo para contarnos cuentos de hadas sobre su padre, supimos que el bisabuelo había sido un tramposo.

Había hecho su fortuna estafando a gente pobre como él, apoderándose de lo que tenían y por lo que supimos, hasta había sido capaz de matar. En síntesis, éramos ricos, pero la plata de la que disfrutábamos había tenido su origen en la mugre. Mucho no nos importó, es decir, a mí no me importó. Los negocios eran ahora lo más honestos posible, aunque conservaban un fondo de sordidez, algo que Raúl nunca terminó de aceptar.

Él era el sanguíneo, el temperamental y también el más débil. Yo siempre fui el más callado, el cerebral, pero el más fuerte. Nunca acepté debilidades de nadie, ni nada que obstruyera mi camino, ni acepté no tener lo que se me negaba, en eso seguramente me parecía al bisabuelo.
Un día, Raúl entró inesperadamente a mi oficina en el décimo piso de nuestra empresa. Yo estaba ahogado bajo pilas de papeles con infinitos problemas por resolver y cuando vi su sonrisa radiante y su gesto de entusiasmo, me asombré; por dos razones, primero, porque nunca entraba a mi oficina y segundo, porque hacía mucho que no le veía tan contento.

- ¿Sabías de la casa en La Pampa? – me espetó con su mejor sonrisa.

Traté de ordenar mis ideas para darle una respuesta, no recordaba que hubiéramos comprado nada en La Pampa.

- La casa de los abuelos – continuó contestándose a sí mismo - encontré las escrituras buscando unos papeles en la caja fuerte de papá. Este fin de semana fui a verla - remató, ampliando su sonrisa.

- Debe ser una pocilga – contesté con poco interés.

- ¡Es una pocilga! – confirmó - pero es un lugar fantástico, de mucha paz ¡me gustó!

Había pasado mucho tiempo desde ese día, nunca más volvimos a hablar de la casa, me olvidé por completo que existía, hasta ayer.

Ahora un Raúl demacrado y mal vestido me esperaba en la puerta. Dolía verlo así, hecho una piltrafa; traté de sonreír. Nos abrazamos en el reencuentro. La emoción cerró mi garganta, era mi hermano.

- Quedémonos aquí afuera, está más fresco.

Nos sentamos en un tronco que a modo de banco se apoyaba contra la pared; unos bichos repugnantes se deslizaban entre los resquicios del sucio adobe, traté de ignorarlos. Interiormente agradecí que no me invitara a pasar.

Le ofrecí un cigarrillo que aceptó ávido. Debía hacer mucho tiempo que no fumaba, o por lo menos que no fumaba algo bueno. Saqué mi encendedor encendiéndolo, casi al unísono acercamos nuestros cigarrillos a la llama, una costumbre que habíamos tenido desde pibes, cuando usábamos fósforos, usar la misma llama.

Se recostó contra la pared entornando los ojos mientras disfrutaba del ingreso del tabaco de primera marca a sus pulmones.

Nos mantuvimos en silencio, ninguno se atrevía a decir la primera palabra.

- Fuiste vos ¿verdad? – la aseveración seguida de pregunta me tomó desprevenido. Debí haberlo supuesto, él no era estúpido, dos años, para repasar una y otra vez los hechos, unir cabos sueltos, recordar gestos, hasta llegar a la conclusión justa.

- Sí, fui yo – contesté luego de un silencio, no valía la pena que lo negara.

Había sido fácil inculparlo del asesinato de Martha, él siempre había sido la oveja negra de la familia, descarriado, borracho, mujeriego, jugador empedernido. Que violara y matara a su esposa en un altercado familiar, no había sorprendido a nadie. Todos sabían que se llevaban mal. Todos ignoraban que yo estaba obsesionado con ella. La deseaba y la odiaba por no ser mía.

Una noche Raúl llegó borracho, discutieron, él le pegó una cachetada, ella lo echó del dormitorio, él se durmió sobre el sofá, anestesiado de alcohol. No escuchó los gritos.

Nadie creyó en su inocencia, ni nuestros padres; todo lo inculpaba. Inútil fue que gritara que la amaba a pesar de su vida disipada y sus estúpidas discusiones. Desapareció mientras su abogado intentaba que no lo llevaran preso y nunca más supimos de él. Hasta ayer.

Su mirada era apagada, sin vida. No lo sorprendió mi respuesta, ya la sabía de antemano, como también sabía que había ido a matarlo, después de todo, ya estaba muerto hacía rato.


María Magdalena Gabetta


Pintura: "El Taruman" del pintor uruguayo Guzmán García Lenguas

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