Hace tiempo que salgo a caminar al amanecer; mis pasos me llevan hasta las afueras del pueblo, hasta el cementerio local. El lugar que mi tía María, “la gallega”, siempre nombraba con mucho respeto como “el camposanto”, porque decía que era tierra bendita y que los que allí moraban eran mejores que los vivos y que nunca, que ella supiera, habían hecho daño a nadie.
Por mi parte, yo nunca supe si era verdad o si sólo lo decía para convencerme de ir a llevarle flores a mis abuelos, algo que yo detestaba porque el camposanto me producía tanto miedo que luego de una de esas visitas obligadas, no podía dormir por varias noches.
Traspongo el oxidado portón de ingreso y camino por las calles arboladas, me detengo a descansar sentándome sobre una tumba y allí permanezco ensimismada en mis pensamientos, bajo la protección de un viejo cedro que me acaricia con su sombra.
Ahora no siento inquietud ni temor, por el contrario, apenas traspongo la entrada me invade una reconfortante sensación de paz; producto del silencio apenas interrumpido por el susurro del viento y el piar de algún pájaro. Sonrío recordando mis temores infantiles.
Casi siempre soy la única visitante asidua; suelo cruzarme con alguna llorosa viuda, un padre desconsolado o un visitante fugaz que cumple con su conciencia depositando flores en el panteón familiar; pero esas oportunidades son las menos frecuentes.
No puedo dejar de sentir pena por el cuerpo que ocupa la tumba sobre la que me siento a descansar, nunca he visto a nadie que venga a visitarlo, supongo que mi compañía le hace bien. Al menos no se queja, jajaja. Eso es lo bueno que tienen los que están en este lugar, no les importa si lloro o si río, si hablo o si callo. Aquí puedo ser verdaderamente yo.
Cuando las sombras se hacen más largas, regreso lentamente a mi hogar. No tengo apuro; hace años que estoy sola, tantos años que ya he perdido la cuenta.
Recorro las habitaciones, acariciando todos y cada unos de mis recuerdos que han quedado atrapados entre las viejas paredes y me encierro en mi dormitorio, recostándome sobre la cama. Con la vista fija en el techo continúo meditando sobre la vida y sus enigmas, tratando de analizarme hasta lo más profundo que me permito a mí misma.
Desde joven he sido una persona extraña, lo reconozco, una especie de bicho raro, alguien que los vecinos ignoran y los pocos amigos de juventud, hartos de mis silencios, han abandonado hace mucho tiempo.
Siempre supe que nada era casual, que todo tenía un porqué y que cada uno cosecha lo que siembra. Pero aún así, a veces, sólo a veces, me hubiese gustado escuchar una palabra amable o percibir un gesto de interés hacia mi persona.
Pero hoy fue diferente, un pequeño gato se trepó hasta el alfeizar de mi ventana y cuando quise tomarlo entre mis manos para impedir que cayese al vacío, noté como su pelambre se erizaba desde la cabeza hasta la punta de la cola y tras lanzar un terrible maullido, escapó como alma que sigue el diablo. Fue como un despertar, se hizo una luz en mi entendimiento que por un instante me encegueció y al fin comprendí que no fue casualidad que mis amigos me abandonaran ni que mis vecinos me ignoraran, tampoco fue casualidad mi temor juvenil a los cementerios que me obligó, hasta después de muerta, a pasar las noches en mi antigua casa.
María Magdalena Gabetta
Pintura (Sanguina sobre papel): "Umbral 1" de la pintora mexicana Liz Hentschel
4 comentarios:
Fantastico. Me encanto leerte. un abrazote. judith
Magdalena ya lo había leído en los cuentos, pero engancha tanto que no me importo leerlo de nuevo.
Un abrazo amiga, José
Qué sorpresa me das, Magda, con la ilustración de tu Cuento.
Bien interesante que está... te deja pensando muchas cosas.
Un beso, desde México
me gusto venir Magda querida, el final del cuento lo remata rebien. Besos, Julia
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