En la habitación sólo se escuchaban los quejidos de “la Dorotea” y las órdenes de la comadrona. La mujeres corrían silenciosas, con ollas de agua hirviente y toallas blancas.
Los quejidos eran tapados por la algarabía del exterior, ecos de los que llegaban al corso. La mayoría en carruajes o caballos que dejaban atados a palenques antes de ingresar al centro del poblado.
Dorotea era la hija huérfana de quienes en vida fueran puesteros en la Estancia de los Hernández. La “Señora” se apiadó de la niña llevándola a vivir a la casona que su difunto esposo había erigido en el poblado, una enorme mansión con reminiscencias victorianas que había diseñado y amoblado un gran arquitecto de Buenos Aires.
Allí la Dorotea fue una “criadita” más; tuvo techo y comida, pero no cariño.
Cuando la niña cumplió diez años ya ayudaba en la cocina y a los catorce trabajaba a la par de las otras criadas. Creció fuerte y musculosa. Tenía la belleza agreste de las flores del campo y en su cuerpo la elástica firmeza del puma que merodeaba en el monte.
A pesar que nunca recibió palabras de afecto, la joven respetaba a esa viuda enérgica que manejaba con mano férrea las posesiones de los Hernández. Su único hijo, Luis, era un perfecto imbécil, un parásito que sólo sabía gastar dinero y que pasaba la mayor parte de su tiempo haciendo vida de "niño bien" en Buenos Aires; una carga más para su madre.
Cuando Luis contrajo matrimonio con una apática y enfermiza joven de la sociedad porteña y se trasladaron en forma definitiva a la mansión materna, las cosas empeoraron. Un halo de tristeza envolvía constantemente la casona y los silencios en la mesa familiar eran densos. El hombre mostraba su descontento y la anciana veía peligrar su descendencia. La joven esposa era estéril.
La Señora era consciente de las miradas lujuriosas de Luis sobre Dorotea y en su mente, comenzó a germinar una idea, algo que no era ajeno a las costumbres de la época, algo que muchas familias utilizaban para asegurar su poderío y descendencia.
Su propio padre lo había hecho hasta conseguir el hijo varón que su madre no le brindaba ¡quien sabe cuantas hermanas y hermanos bastardos tendría!
Hubo reuniones familiares, llantos y palabras fuertes. La débil esposa tuvo que acceder a la implacable decisión de su suegra y el hombre vio la posibilidad de saciar su apetito carnal. Nadie preguntó a “La Dorotea” su opinión.
El nacimiento del heredero de los Hernández sucedió la primera noche de Carnaval de ese año de 1826 y unos pocos días más tarde, un carruaje se alejó de la señorial casona llevando en su interior a una pálida Dorotea hacia el lejano convento dónde viviría el resto de sus días.
María Magdalena Gabetta
Pintura: "La casa de los Quinteros" del pintor uruguayo, Pedro Blanes Viale
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