No podía acallar las voces que martillaban mi
cerebro.
- No
tiembles, no temas, mantén la serenidad o él lo percibirá – decía
una.
-
¡Idiota! ¿acaso crees que eso te salvará? – decía
otra.
-
¡Ruega! ¡ruega por tu vida! – me aconsejaba una voz cobarde y
lastimera.
Pero esas voces no lograban acallar las otras, las que no
venían de mi interior; las de las otras víctimas, las de aquellas que ya habían
sido sacrificadas.
Mis
jóvenes amigas y hermanas enloquecidas de terror, revolcándose en sus propias
heces, suplicando por sus vidas; asesinadas sin piedad.
- No rogaré – me decía –no rogaré - repetía, y sin embargo
sabía que lo haría.
¿Cuánto
tiempo hacía que estaba allí? ¿Cuántas horas, cuantas noches, cuantos días?
Hacía mucho que había perdido las esperanzas de sobrevivir. Tenía la seguridad
de no volver a ver la dulce expresión del rostro de mi
madre.
El
hombre nos había encerrado, clausurando cualquier vía de escape. Una a una nos
fue inmolando quien sabe a qué oscuros dioses; gozaba con ello, gozaba
asesinándonos.
No
comíamos; cada tanto abría la puerta para arrojarnos pedazos de carne
sanguinolentos; trozos de miembros de aquellas que ya había sacrificado.
Preferíamos morir de inanición antes de alimentarnos de nuestras propias
compañeras. El olor a sangre y a entrañas malolientes enrarecía el aire de
nuestra prisión.
El olor
de su odio también infectaba el ambiente ¡cuánto nos
odiaba!
Algunas, las más pequeñas, ni siquiera intentaron defenderse
cuando vino en su búsqueda, sólo se dejaron apresar, resignadas a su suerte,
prefiriendo que todo terminara, que la pesadilla
acabara.
Yo no,
yo no quería morir así.
Intentamos mimetizarnos con las sombras del sótano. Fue en
vano, él nos descubría y así nos fue
matando.
- No se
escondan mis niñas – decía – Papá las va a encontrar - y festejaba su ocurrencia
con estruendosas carcajadas.
Pasado
un tiempo, del grupo juguetón y bullanguero que equivocó su lugar de juegos,
sólo yo sobrevivía.
Sabía
que pronto vendría en mi búsqueda y cuando todo acabara, iría por más víctimas,
lo sabía, nunca acabaría su necesidad de
matar.
Por un
instante sentí que la razón volvía a mí, entonces supe que debía hacer.
…
- - - -
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El sujeto abrió la pesada puerta del sótano e iluminándose con
una linterna comenzó a bajar los escalones. Riéndose entre dientes se agachó e
iluminó cada rincón en busca de su víctima, disfrutaba de lo que para él era el
mejor momento, había esperado al final para sacrificar a la mejor, la más
fuerte, una auténtica belleza, si así podía decirse.
De pronto, desde las sombras, surgió un chillido aterrador y
el hombre cayó como un fardo al ser alcanzado en el cuello por una enorme rata
que, con furia demencial, le hincó sus colmillos en la yugular hasta que una
explosión de sangre los ahogó a los dos.
María
Magdalena Gabetta
Pintura: "Umbral" del pintor argentino Ariel
Gulluni
2 comentarios:
Hola Magda¡¡¡¡
inesperado y acertadísimo final para tan monstruoso personaje, me ha encantado, a ver si tengo tiempo de visitarte más a menudo, como antes. Besitos desde Barcelona ;))) Rosa
Gracias Rosa!!! una alegría te haya gustado. Besos. Magda
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